martes, 5 de abril de 2016

Crónicas menorquinas (1)

Talatí de Dalt
Taula.
Una de las razones, acaso la única, por la que los viajeros han venido a Menorca es encontrarse con la llamada "cultura talayótica", epígono dorado de la megalítica que, en algunas islas mediterráneas, derivó en un prolongado canto del cisne.
Para su sorpresa, a la misma salida del aeropuerto de Mahón, se toparon con una especie de regalo de bienvenida: una casa prehistórica construida con grandes bloques de piedra, auténtico escaparate de lo que sería un recorrido por poblados, navetas y taulas. La casa no está en su lugar original, sino que fue trasladada desde el poblado sito en las cercanías del sur de la pista de aterrizaje, hará ahora seis años.
Dejemos la instalación en el hotel, el paseo, la comida en el puerto y la merecida siesta y encaminémonos, ya despejados, a descubrir el espacio. Al fin y al cabo es para que lo han venido.
Son las cinco en punto de la tarde en la isla de los toros. En la carretera que va desde Mahón a Ciudadela, los viajeros pronto encuentran la indicación que les conducirá al talatí de Dalt. Esta será la primera de las estaciones de un rosario de asentamientos y ruinas prehistóricas en el corazón de la isla verde.
A escasos trescientos metros de la carretera se encuentra el acceso. Es el primer día de la temporada turística. La empresa encargada de la gestión de este y otros monumentos acaba de abrir. Una modesta caseta de madera sirve de refugio, de taquilla y de punto de información. La primavera es plena en Menorca y la hierba crece alta, verde y vigorosa. Aun no ha dado tiempo a despejar la que inunda el poblado, pero todo se andará, piensan los viajeros, mientras reparan en una máquina desbrozadora preparada para la ocasión.
Talayot.
Con la entrada reciben un tríptico que reza: “Talatí de Dalt: una aproximación a la prehistoria de Menorca”. Con él y con las indicaciones que previamente les ha dado la guardesa, inician la visita.
Están solos. Tres viajeros peninsulares intentando seguir la huella talayótica en una pequeña isla del Mare Nostrum. Lo primero que se encontrarán será una cisterna y un caño para abrevar el ganado. Esto es obra moderna, de la reciente historia de la isla; pero a escasos metros se abren sendas cuevas naturales, acaso antiguos hipogeos sepulcrales anteriores al poblado.
Pronto descubrirán el talayot, imponente torre circular que, a pesar del desmoronamiento de su fábrica, se mantiene todavía erguida desafiando el paso del tiempo. Prominente observatorio o atalaya (de ahí su nombre) para vigilar y controlar visualmente el territorio circundante. A escasos metros, los restos del santuario y de la taula. Llaman taulas en la isla a ciclópeas pilastras monolíticas, que sostienen una piedra transversal a modo de capitel, lo que le da el aspecto de una “tau” griega o de una “T” latina, que al fin y al cabo es la misma consonante. Las taulas servían como soporte de la techumbre, que ha desaparecido, quedando en pie, como un milagro, el sostén de la estructura.
Integran el conjunto casas y cámaras hipóstilas, así como los restos de muros defensivos que rodeaban en su día el poblado de Talatí de Dalt. Todo calzado a la piedra seca, sin argamasa alguna, que esta ha sido la manera de construir en la isla durante mucho tiempo.
Ovejas en el Talatí de Dalt.
Se preguntan los viajeros si alguien habrá cantado alguna vez la ruina del talatí, como Quevedo y tantos otros cantaron a las de Roma o Rodrigo Caro hiciera lo propio con las de Itálica. Pero no lo saben. Los cíclopes ya no están aquí para contarlo. Las ruinas perecerán, sin duda, algún día, pero estas de Dalt llevan ya tres mil años resistiendo.
La tranquila tarde menorquina es acompañada por el balido de unas ovejas a escasos metros de distancia, tan sólo separadas por un cercado construido con las piedras del antiguo asentamiento. Los visitantes las inmortalizan en su cámara digital. De estas y de las vacas que encontrarán después hacen en la isla el célebre queso de Mahón. A ello deben contribuir los excelentes pastos primaverales. Dos aviones, que vuelan bajo, próximos al aeropuerto, rasgan con el ruido de sus motores el silencio de la tarde y ahogan por un momento los balidos; pero tan pronto se aleja la máquina voladora, los rumiantes vuelven a su particular y vespertina serenata.
Así es una tarde de abril en el talatí. Así es una tarde en el ager menorquí. Arcaísmo y modernidad se dan la mano en estos soleados y verdes parajes de Dalt, como se la darán también en los santuarios de So na Caçana, en las cercanías de Alaior, adonde ponen rumbo los viajeros. Todavía tendrán tiempo, medio entre tinieblas, de descubrir a tientas las ruinas de la taula y del talayot de Binisafullet, a la vera de la carretera que conduce de San Luis a Mahón. Menorca no se escribe con "T", pero sin duda es la letra que mejor resume su identidad.

Este artículo lo publiqué en La Crónica de Benavente. Se corresponde con la visita realizada el 8 de abril de 2006.

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