miércoles, 22 de junio de 2016

Crónica del olivar: Baeza

OLVIDO ESPISCOPAL
Caballo en la plaza de Santa María.
José I. Martín Benito

Si la poesía se quebró en Úbeda, por los alegres campos de Baeza los antiguos leones ibéricos humillan su fiereza ante las aguas de la fuente de la plaza del Pópulo, amansados por Imilce, la esposa de aquel general cartaginés que trajo en jaque a los romanos. Otros leones, más modernos, se han subido a los muros del palacio de los Salcedo en la calle de San Pablo y custodian las armas del linaje con la mirada puesta en los curiosos transeúntes.
Pero, para mirar, el mediodía. Baeza es un balcón abierto al valle del Guadalquivir, que se precipita desde Cazorla escoltado por el frente escénico de las nevadas cumbres de la Sierra de Mágina. El río no se ve, oculto por los cerros y el ejército de olivos.
Lo que, sin embargo, sí se ve, en la antigua ciudad moruna, es el esplendor de un enjambre de edificios civiles y eclesiásticos que pugnan entre sí por hacerse un hueco en la memoria de los visitantes. Y es aquí donde éstos podrán evocar la segoviana Casa de los Picos en el palacio de Jabalquinto y la basílica de Idanha-a-Velha, en las altas naves de la iglesia de la Santa Cruz.
Con todo, la torre de la catedral señorea buena parte de la ciudad. En torno a la seo, unos intrincados recovecos, con elevados pasadizos, sugieren los suspiros de un puente veneciano. Pero aquí el agua no inunda el caserío, sino que, encauzada, alimenta las fuentes; como la que el concejo mandó levantar en la plaza de Santa María, a modo de arco triunfal romano. Del orgullo y prosperidad de la ciudad habla también el antiguo palacio de Justicia, reconvertido en la centuria decimonónica en morada del Consistorio, sujeta ahora a un proceso de renovación.
Rodeada por aceituneros altivos, Baeza huele a almazara y también a olvido episcopal. Y es que por mucho que un tercio de los canónigos jienenses pertenezcan a la antigua diócesis baezana, a la postre la curia emigró, absorbida o fagocitada por urbes más prósperas e influyentes. Lo mismo ocurrió en Coria. Aún así, el esplendor de la catedral resiste, gracias al genio de Vandelvira y, también, a los visitantes que se acercan a la ciudad tras el universal reclamo.
Leones en la fachada de un palacio en Baeza.

Recuerdan los viajeros que los ecos de Baeza llegan a las lejanas tierras del norte peninsular, en forma de pendón. La Colegiata leonesa guarda orgullosa un estandarte con la efigie ecuestre de San Isidoro, de lo que fue la primera conquista de la ciudad andaluza en tiempos de Alfonso, el Emperador

Otra figura más belicosa es la de Santiago, desjarretando a la morisma, que entonces no se hablaba de alianza de las civilizaciones. En casullas, capillas y fachadas campean los iconos del Hijo del Trueno trocado en un nuevo Constantino, venciendo en Clavijo y en lo que se terciara.
Aquello, parece, es historia y las gentes de hogaño prefieren cambiar la espada por el bordón y hacer el camino del norte en lugar de conquistar el sur.
El sur y el norte se dan la mano en estas ciudades de La Loma. De Soria llegó don Antonio a Baeza y de aquí marchó a Segovia: fluir de norte a sur y de sur a norte; lo mismo que el camino del poeta de Fontiveros. Ambos, Machado y San Juan de la Cruz, pasaron mil gracias derramando por estos bosques de olivos y espesuras. Y ahora, los viajeros, yéndolos mirando, se llevan en su retina la hermosura de sus vestidos renacientes.

Abril de 2010.

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