domingo, 7 de enero de 2018

Nueva crónica portuguesa (3)

MOSTEIROS Y PONTES

José Ignacio Martín Benito 

Mosteiro de San Joâo de Tarouca  
Iglesia de S. Joâo de Tarouca.
Sol y silencio en el valle del Varosa. Ni siquiera se oye el murmullo de los arroyos Pinheiro y Aveleira que, con la sequía, traen poco caudal para alimentar al río principal. En otro tiempo sirvieron para dar agua a los monjes blancos, que canalizaron sus aguas en el mismo monasterio. Pero los monjes se fueron y su obra, con el tiempo se fue desmantelando. Consecuencias de la desamortización.

De todo el conjunto monacal se salvó la iglesia, que quedó para el servicio parroquial de las aldeas próximas. Los viajeros entran en el templo y admiran tallas, pinturas y azulejos. En la sacristía firman en el libro de visitas, recordando el relato de su “Carnaval del peregrino”. Y es que, todo hay que decirlo, han venido a este mosteiro por el reclamo del apócrifo manuscrito.
Monasterio de S. Joâo de Tarouca.

Es Tarouca un monasterio renacido, pero sin monjes. Los arqueólogos han sacado de las entrañas de la tierra los cimientos de las dependencias de la vieja abadía en un trabajo lento, arduo y paciente; Entran los viajeros en el edificio que hace esquina entre el Largo do Terreiro y la avenida Antonio de Teixeira, donde se ha abierto un centro de interpretación del monasterio. Allí se expone la vajilla y otros objetos extraídos del subsuelo, mientras se cuenta todo el proceso de la ingente excavación, con más de 3.000 metros cuadrados, impulsada por el gobierno portugués.

Tiempo tendrán todavía los viajeros de recorrer en solitario, la explanada que otrora alojó a monjes y conversos y subir a los aterrazamientos donde su cultivaron hortalizas, frutas y verduras. Este lugar fue lagar, aquí ermita, de todo apenas quedan las señales. Y es que los monjes –ya se ha dicho- no están aquí para contarlo. Con todo, Tarouca se ha desperezado del moho de su ruina y de la herrumbre del tiempo, pero a pesar de ello, es una estructura fría, sin alma, pues todo pereció a partir de 1834.

Cuando salen de las cistercienses ruinas, el reloj marca la una de la tarde. Es hora pues de alimentar el cuerpo, y qué mejor que en una casa de comida regional, en la que les ofrecen y aceptan cozido del país, un plato a base de repolho, batatas, farinheira, chouriço, entrecosto y orelha de porco, eso sí, acompañado de arroz seco, un ingrediente que no falta en la cocina portuguesa. Cuando salen, relajados, apenas tendrán tres horas de luz para seguir el curso del Varosa y poder admiarar la torre de Ucanha y el mosterio de Santa María de Salzedas.

Ponte de Ucanha

Ponte fortificada de Ucanha, sobre el Varosa.
La ponte fortificada de Ucanha, sobre el Varosa, recuerda a los viajeros la burgalesa de Frías o la cordobesa de la Calahorra. Su altivez y grandeza hace encogerse a dos moinhos situados a ambas márgenes del río, convertidos en una mera reliquia de lo que fue in illo tempore el aprovechamiento de sus aguas. Ahora el cauce viene bajo, lo que aprovecharán los viajeros para adentrarse en él y hacer varias tomas fotográficas del conjunto pontino.

La recia torre ha sido rehabilitada y recoge en dos de sus plantas una exposición sobre su hijo más universal: José Leite de Vasconcelos (1858-1941). El sabio portugués esgrimió algunas razones para su construcción: la defensa del paso, la entrada al couto del mosteiro de Salzedas y la cobranza del pontazgo. Hoy no hay tributo alguno, pues la entrada al interior de la fortaleza es gratuita, aunque los visitantes dejarán un pequeño donativo.

Mosteiro de Salzedas

De Ucanha a Salzedas. Aquí la ruina no se cebó tanto como en San Joâo de Tarouca. Tal vez porque el monasterio estaba en el mismo pueblo. Además la iglesia, se conservó buena parte de los claustros y algunas dependencias. No obstante, en ambos, el Estado portugués se ha esforzado en su recuperación, para el disfrute de las modernas generaciones y de la visita pública.


Claustro del monasterio de Salzedas.
Los viajeros sienten una sana envidia de que ambas iglesias cistercienses se salvaran de la destrucción, al quedar como templos parroquiales. Peor suerte corrió la de Santa María de Moreruela, reducida a escombros. La monumental de Salzedas sirve para el culto de los 90 habitantes del lugar. De ahí que se quede grande, más teniendo en cuenta que “em todo mundo vem à missa”, advierte la joven encargada de atender a las visitas. Y es que, en estas tierras de la Beira, la gente emigró a Francia o a Suiza y solo vienen en verâo.

Como en Tarouca, en Salzedas hay también un centro interpretativo. Los viajeros ven un video sobre el proceso de restauración y visitan las salas musealizadas. Un breve paseo por las calles de la población, antes de retornar a Lamego, pondrá el punto y seguido a una jornada marcada por las huellas romanas, visigodas y cistercienses en estas tierras del Douro portugués.

7 Diciembre 2017 

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